sábado, abril 21, 2007

EL PRINCIPIO DE COMPENSACIÓN: LAS FORMAS WAYÚU DE SOLUCIÓN DE DISPUTAS COMO RUTA POSIBLE

Por:
MARGARITA SERJE
El proceso de constitución de los Estados Nacionales ha sido comprendido históricamente en América Latina como un proceso de modernización. Como una gesta para llevar la luz de la economía y la democracia metropolitanas a las numerosas poblaciones y a los extensos territorios que, desde las épocas de la dominación colonial, escaparon al control territorial del Orden europeo. Esta empresa se ha dirigido, en particular, al conjunto de pueblos y paisajes que por no parecer directamente articulados a los centros culturales y económicos urbanos, han caído en las garras de la vieja dicotomía colonial que los ubica en el campo de “lo salvaje”, es decir como opuestos precisamente a “lo civilizado”. Estos grupos se transforman así en “otro”, se los naturaliza negándoles su vigencia y ocultándolos como producto de la historia colonial-moderna. En esta medida, la concepción que se tiene de estos pueblos y de su lugar en el devenir de la historia, los relega necesariamente a ser comprendidos como realidades situadas en el margen, en la periferia.

Este concepto de Nación se sustenta, paradójicamente, en la tensión que surge entre el proyecto de homogeneización ideológica y cultural de la población y la obstinada existencia de una serie de grupos sociales que se ven estigmatizados por el signo de una alteridad radical que los salvajiza y que los reduce a ser “tradicionales”, “locales”, atrasados y carentes por principio. Esta imaginación geopolítica ha determinado el alcance y el tipo de relación que el Estado Nacional en Colombia ha establecido con todo un conjunto de poblaciones y paisajes que se han visto condenados a ser parte de los confines. Lo que algunos han llamado “el proyecto nacional”, ha implicado, en la práctica, arrancarlos de su continuidad histórica y geográfica para ubicarlos en un nuevo contexto: el del margen. Sin embargo, la tenacidad de sus culturas y formas de vida no ha dejado de representar, para ponerlo en palabras de Ashis Nandy, una especie de inconsciente freudiano que acecha permanentemente al sistema moderno del Estado-nación . La mera existencia de los grupos llamados tradicionales, locales, pre-modernos, vernaculares, y, en fin, de los grupos que históricamente han vivido aprisionados en las regiones y lugares periféricos del planeta ha puesto en evidencia que “la construcción de nación” no es más que un eufemismo para designar un proyecto civilizatorio. La demanda permanente por la restauración de su dignidad hace evidente también que el Estado se ha transformado en un fin en sí mismo, en la medida en que los doscientos años de políticas de integración, seguridad y desarrollo, que constituyen su raison d´etre, han relegado históricamente a todo este conjunto de grupos y comunidades a la periferia y la marginalidad.

Si bien es cierto que estos grupos sociales resisten de muchas maneras y, como muchos autores lo han señalado, resignifican y reinterpretan estas prácticas, también es cierto que se han visto forzados a organizarse para el intercambio mercantil y las formas políticas que impone la lógica del Estado-Nación, siempre desde una posición subalterna. Resulta significativo que los proyectos dirigidos al “empoderamiento” o a la “participación de las comunidades”, ni siquiera se proponen abordar los factores centrales de esa asimetría: ni las estructuras de concentración de la riqueza, el capital y el acceso a las decisiones del Estado, ni la visión patriarcal que el Estado y la sociedad hegemónica tienen de los grupos marginales . En la historia del Estado-nación esta relación no se ha visto siquiera resquebrajada. Quizá por ello el más notorio impacto de las prácticas que se enmarcan en esta imaginación geopolítica y donde radica su eficacia discursiva, es su incapacidad histórica para romper esta condición.

Quizá uno de los factores de esta incapacidad es el hecho de que allí, en los confines, a donde se relega la existencia de estos grupos, los únicos encuentros que se hacen posibles son los de “frontera”. Ello restringe y delimita de formas insospechadas el tipo de relación que se establece con los grupos y poblaciones “tradicionales” o “locales”. En gran parte, el desequilibrio inherente a esta relación surge de que cualquier encuentro intercultural enmarcado en nuestra cosmología, se ve amordazado por la certeza de la ciencia y de la razón. Es decir que el concebir el conocimiento científico y sus bases de autoridad como la medida universal de todo saber, instaura de hecho una relación de poder. El tener como único referente de legitimidad las formas racionales de conocimiento, imposibilita muchas veces el reconocimiento de las memorias históricas, las formas de vida social, de la comprensión del territorio y las formas de intercambio y de mercado de estos grupos. Se constituye en un obstáculo (casi siempre invisible) que aprisiona y limita cualquier intercambio. Por ello, las formas de conocimiento y las prácticas indígenas se han visto trivializadas tradicionalmente y reducidas a ser propuestas que pueden quizá ser a veces consideradas interesantes, pero siempre irrelevantes en la medida en que aparecen como primitivas y primitivistas, como fundamentalmente acientíficas e irracionales. Ello obstaculiza sistemáticamente la posibilidad de verlas como alternativas viables.

Ya desde la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, se ha venido insistiendo de manera cada vez más generalizada en la importancia de tener en cuenta los conocimientos indígenas. Sin embargo, este reconocimiento se ha centrado particularmente en el campo de los saberes sobre la naturaleza y a propósito de la identificación de impactos ambientales. Se ha enfatizado el alcance y el carácter innovador e interdisciplinario de los conocimientos indígenas así como su carácter dinámico y su gran capacidad para emitir pronósticos. Este reconocimiento ha sido posible, paradójicamente, gracias a la concepción que naturaliza al indígena como salvaje, que lo ve como “natural”, como inmerso en las leyes de la Naturaleza. En ello se basa la noción, que ha tenido muchos años de vigencia, de que los pueblos indígenas o tradicionales “conservan” una relación sagrada con la naturaleza y viven en un universo “sociocósmico” del que ellos mismos son un elemento integrante, por lo que su pensamiento es inseparable de una ética del medio ambiente.

Aunque el reconocimiento de los saberes y de las prácticas indígenas en lo ambiental ha tenido amplias repercusiones, en otras áreas no ha sido tan evidente, y en algunos casos es casi que impensable. Esto es particularmente cierto en el campo de la política, donde lo impiden ciertas nociones dominadas por el pensamiento evolucionista. Según la concepción naturalista y progresiva de la historia, las formas de organización sociopolíticas de la sociedad evolucionarían desde las “hordas” de salvajes regidas por la ley del más fuerte, en un estado primitivo de violencia inherente al estado originario de toda humanidad, hacia los Estados, regulados por la racionalidad, donde la Democracia aparece como la cima de la evolución política. De esta manera, las formas de vida social y política de los pueblos indígenas o “tradicionales” han sido drásticamente reducidas a la categoría de “premodernas” (Max Weber) o relegadas al desuso por ser consideradas como “medievales” o como “despotismos orientales” (Karl Wittfogel). Han sido, sobre todo, banalizadas y desvirtuadas por esta perspectiva logocentrista, en virtud de la deshumanización implícita en su categorización como “otras”.

Desde este punto de vista, el trabajo etnográfico de Weildler Guerra sobre las prácticas de los especialistas Wayúu en el manejo de disputas presenta un interés especial. Abre una puerta que puede conducir al reconocimiento de la experiencia y los saberes de un pueblo indígena en el campo de la política. Permite vislumbrar formas novedosas de resolver problemas. No únicamente problemas cotidianos, sino inclusive los problemas nacionales para los cuales las formulas utópicas y racionales de la tradición moderna de conocimiento y sus prescripciones, nos han mostrado ampliamente sus limitaciones.

Las prácticas y conceptos de la Palabra (pütchi), uno de los ejes de ordenamiento de la vida de los habitantes históricos de la Guajira, aparecen como una clave. Sus principios concretos pueden resultar, sin duda, importantes como alternativa para Colombia. En especial en estos momentos en los que, ante la crueldad del conflicto armado, se esgrimen nociones como la del perdón y el olvido, o la de memoria y perdón o la de libertad condicional para quienes han cometido crímenes atroces. El principio de la compensación puede representar una salida alternativa en medio de estas propuestas normativas e ideales. Frente a lo que se ha identificado como “una ausencia y una carencia de la cultura del perdón” , quizá este principio, que implica el reconocimiento y la reparación, pueda representar un camino menos idealista pero viable. En un momento en el que el perdón carece de significado, en que el olvido debe ser evitado y en el que la libertad no puede ser condicional, es posible que los caminos por los que avanzan los palabreros Wayúu puedan aportar una salida.

Quizá se trata de buscar en ellos precisamente formas no civilizadas de resolver conflictos, es decir formas no constreñidas por el pensamiento utópico que marca la modernidad, por sus normas programáticas de organización social, espacial y política. Las pautas de manejo de conflictos Wayúu sólo se pueden transformar en alternativa en la medida en que se deje de lado su conceptualización y su representación como “otra” racionalidad, como “otro” contexto, y se entiendan más bien como una respuesta que surge de una historia particular, como una creación gestada a lo largo de cinco siglos de guerras y conflictos coloniales. Si entendemos la experiencia Wayúu como un punto de partida desde donde cuestionar las bases de autoridad del logocentrismo que precede la práctica del Estado Nacional, se puede explorar como una ruta posible.

Este es uno de los logros de la etnografía de las prácticas sociopolíticas Wayúu que hace Wieldler Guerra. Allí la experiencia de la Palabra no se nos muestra como parte de un mundo y un sistema de pensamiento ubicados “por fuera del tiempo”, como es el caso de la mayoría de los relatos etnográficos; sino como una posibilidad concreta y actual. Ello se debe quizá al hecho de centrar en el análisis de casos concretos que hacen eco a la multitud de conflictos que plantea la vida contemporánea – y moderna- en una región particular. Son situaciones que parten, para usar las palabras de Moroi Epiayúu, de “las cosas que pueden pasar en la tierra de los Wayúu” : de las cosas que suceden en una tierra marcada por una historia concreta. Por ello, el recuento etnográfico se constituye en una verdadera experiencia que trasmite, a través de conversaciones y de relatos que recogen la palabra directa, la experiencia vital de lo que significa manejar disputas en la Guajira.

El trabajo de Guerra expresa la capacidad de movilización subjetiva implícita en la experiencia etnográfica. Precisamente porque parte de “las dos miradas: la indígena y la antropológica sin privilegiar la una, ni abandonar la otra”, como lo pone A. Colajanni en su prologo al libro. Se aproxima a responder una de las preguntas cruciales de nuestro tiempo: la de cómo hacer posible el diálogo intercultural. La de cómo acercarse siquiera al reconocimiento de las racionalidades y formas de vida social de los grupos “locales”, que han sido marginalizados en el proceso de occidentalización. El recurrir a la etnografía como medio para vislumbrar las distintas formas de vida social inscritas en la conciencia de estos grupos, sus fenomenologías, se hace en este caso partiendo no de la posición clásica de un observador situado en la cima del conocimiento occidental, sino de una experiencia marcada por la ambigüedad que permea de hecho la vida moderna. La ambigüedad implícita en el hecho de ser a la vez tradicional y moderno, a la vez Wayúu y académico, a la vez vecino de Riohacha y ciudadano del mundo. Se rompe así, de entrada, la dicotomía que ha hecho tradicionalmente impensables las prácticas indígenas como posibilidades modernas y muestra como perentoria la necesidad de pensar y reconstruir las limitaciones que imponen sobre nosotros las actuales formas de comprender y relacionarnos con “los grupos tradicionales”.

En esta medida, abre una perspectiva novedosa a lo que puede llegar a ser la llamada “participación comunitaria”, en la que no se trataría ya de formulas para dar cabida a las opiniones de los ciudadanos sobre el conjunto limitado de temas y de opciones que definen los técnicos para orientar las vidas de todos. La participación podría entenderse como una experiencia que permita asumir y explorar los significados que los distintos aspectos de la vida cotidiana, sus lugares y sus paisajes tienen para los ciudadanos. Ello implica dar cabida a que sus formas de vida social, de producción, de mercado, de ocupación del entorno, de resolver problemas, puedan ser pensables como posibilidad concreta. En toda su dimensión. A partir de allí, surge una forma alternativa de entender el ejercicio de la ciudadanía: ya no como un ejercicio institucional e institucionalizado de intervención dentro de un marco predeterminado de prácticas, conceptos y vocabularios, sino como el reconocimiento de las memorias histórico-territoriales, de las ecologías políticas, de las biografías de los paisajes y en general de las formas de vida social inscritas en la conciencia de los grupos particulares.

La etnografía que nos presenta Guerra, o más que ello, el encuentro etnográfico que implícitamente propone, abre una vía para explorar formas de generar conocimientos que permitan conceptualizar de otras maneras la vida de las localidades y, sobre todo, que logren des-estabilizar las certezas hegemónicas. La ubicación absolutamente contemporánea de los modos de acción Wayúu que nos presenta, nos permite vislumbrar que quizá podamos encontrar en ellos la respuesta a muchos de los conflictos de nuestra actualidad política. Que es posible encontrar nuevas posibilidades en todas aquellas formas de vida social que han venido siendo elaboradas por los “condenados de la tierra”: por los grupos condenados a los márgenes. Los especialistas Wayúu en el manejo de disputas muestran que las diversas tradiciones de experiencia y de la conceptualización de la vida social -gestadas desde y en tanto que márgenes de lo colonial/moderno- tienen en este momento (si sabemos escucharlas), La Palabra.
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La disputa y la palabra: La ley en la sociedad Wayúu. Weilder Guerra Curvelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

k desocupado el k copie comentarios aqui¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

 
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